Estancia La Reducción: El tesoro cordobés de Victoria Ocampo

Las sierras bajas, el monte tupido, el trino de un carpintero y su choque contra el quebracho. Ahí, cuando uno despide a Villa Allende, en esas sierras bajas y en ese monte y con el carpintero y su golpe, el desconcierto es total. ¿Y esto? ¿Qué es esto?

Por Juan Cruz Taborda Varela

¿De dónde sale este bosque de cipreses y palmeras, eucaliptos y robles, ejemplares erguidos que ocultan el sol al espinillo que se arrastra buscando luz? ¿Por qué, en esta soledad de la montaña, hay un palacio de 30 metros de frente y sus rejas forjadas, dos piletas de piedra, una con su trampolín, bancos para sentarse en los crepúsculos del otoño? ¿Y por qué, todo este lujo que no es vulgar, esta riqueza sin origen conocido, este paraíso bucólico, está completamente abandonado?

¿Qué es todo esto en el corazón de las Sierras Chicas?

Todo esto, lo árboles centenarios importados y su palacio millonario, se llamó en sus épocas de gloria Estancia La Reducción. El nombre se mantiene. Solo el nombre se mantiene. Aquellas épocas de oro y disfrute de la aristocracia argentina hoy fueron reemplazadas por este olvido.

Al costado del camino al Pan de Azúcar, a unos tres kilómetros al dejar la avenida principal de Villa Allende, aparece la tranquera. No es tranquera de campo, cuadrada y robusta. Es tranquera con curvas y trabajo de cincel, es tranquera de estancia refinada que hoy no cumple ninguna función. No se abre, no se cierra, pero no frena a quienes transitan. La cadena que la envuelve, el cerrojo y el candado del Medioevo. Nada impide poder ingresar por el camino principal y sus carolinos centenarios a ambos costados. Alguien proyectó grandeza hacia el futuro al plantar esos árboles. A ese alguien nada la importó el bosque nativo. Sólo la grandeza de los carolinos para recibir a reyes y emperadores.

Retrocedamos en el tiempo. Las tierras, antes de que llegara la flora exótica al gran castillo abandonado, eran explotadas por los jesuitas, que hacían trabajar a los originarios Vilelas traídos desde Tucumán y Santiago del Estero. Trabajo esclavo y evangelización allí en la reducción jesuita, tan buscada por el mito que comenzó a circular: aquí hay una caja de plata donde está guardado el corazón del Arzobispo de Lima Gutiérrez de Zeballos, creador de todo esto por designio divino. La caja de plata nunca apareció, jamás se supo si el hombre tuvo corazón. Pero el mito se mantuvo vivo.

Pasaron más de 100 años del paso de los jesuitas para que llegara un nuevo colonizador. En la década del ‘20 del Siglo XX, Manuel Silvio Cecilio Ocampo, referencia de la aristocracia argentina, millonario sin par, padre de Victoria Ocampo, dio inicio a lo que hoy es la Estancia La Reducción: su chalet estilo colonial rioplatense, sus parques, el gran lago -hoy sin agua-, las acequias, los corrales, sus piscinas y los senderos que se bifurcan en la nada. La versión oficial indica que las tierras al pie del Pan de Azúcar se las compró al propio Estado. La versión extra oficial no la conocemos.

Antes, Ocampo había financiado la Campaña de Desierto para quedarse con tierras del norte de Santa Fe y Chaco y cultivar allí su algodón y su tabaco y así ser cada vez más rico. Ahora, en Córdoba, su estancia era espacio de descanso y placer familiar. Y también de necesidad. La historia repetida de Córdoba y su aire sano y los pulmones averiados de quien precisa nuestro aire sano. Victoria Ocampo, la hija brillante de Manuel, y sus problemas respiratorios: vayan a Córdoba. Siempre a Córdoba.

Ocampo tenía un apoderado en estas tierras. Georges Vladimir Irman, actor, bailarín y conde nacido en Rusia. Escapado de su país natal cuando la Revolución de octubre. Entre los dos, el millonario argentino, el conde ruso, le daban a la estancia la estirpe de una nobleza inexistente en tierras igualitarias. El europeo, defensor del Zar que huyó hacia la Argentina para evitar ser pasado por la guillotina de los bolcheviques, fue quien convocó a un tercer actor importante de esta historia: Charles Thays. Thays, el mismo del parque Sarmiento, del parque Lezama de la Capital Federal y el que diseñó, también en tierras porteñas,la nueva Plaza de Mayo. Acá, al pie del Pan de Azúcar, lejos de aquella urbanidad, en el secreto de las sierras y sin importar asuntos de flora nativa, implantó, Thays, especies foráneas que hoy, 100 años después, mueren de pie hasta que algún viento los derriba. La estancia fue el vivero de los robles y coníferas que después se exportaron al resto del país. Primero talaron todo y en cada viaje que el ruso hacía a las Europas, traía los ejemplares que buscaban implantar. Lo que hoy se ve en el Parque Sarmiento nació en el sacrilegio de los molles y churquisde las Sierras Chicas.

Un conde ruso y un millonario argentino. El paisajista más famoso del mundo. Y las seis hermanas Ocampo. Todos pasaban sus veranos pintando al borde de alguna de las piletas de natación, escribiendo poemas que regalaban a los niños de la peonada y navegando en la laguna artificial que tenía su propio embarcadero y botes esperando para zarpar. La laguna artificial, hoy cauce seco, se llenaba con agua del arroyo San Fernando que viajaba cuatro kilómetros por una acequia de piedra y cal construida por los indios y criollos que se deslomaban todo el año para el descanso estival de los privilegiados.

La estancia no sólo era un palacio de lujo perdido en las sierras. Era, contaron quienes allí trabajaron, un pequeño pueblo donde vivían 60 personas trabajando para el goce de los patrones.

Patrones como Silvina y Victoria Ocampo, que cabalgaban libres y leían en las cientos de hectáreas que les pertenecían. Y,de acuerdo al recuerdo del pueblo trabajador, mantenían un buen trato con la peonada. Distinta es la memoria sobre el dueño y su apoderado ruso. Un trabajador de entonces supo recordar que los dos hombres solían sentarse a beberacompañados de una pistola calibre 22 y un rifle. Envalentonados, cazabanlas corzuelas que hoy le faltan al monte serrano y alguna vez, pasados de ginebra o whisky o lo que sea, europeo pero lo que sea, llegaron a matar los perros de los hijos de los peones. Retumba en las paredes del palacio abandonado el llanto de las crías cuando por diversión los nobles mataron a Fido, al perro Fido delante de sus dueños, que no llegaban al metro y que lloraban al compás del olor a pólvora.

Borges, Yupanqui, Quirino Cristiani, la pareja Guido Buffo y Leonor Allende, Luis F. Leloir, Bioy Casares y otras glorias de la cultura y el conocimiento mundial supieron buscar sombra y compañía en la Estancia La Reducción. Que pese a su condición de paraíso escondido comenzó a decaer. En 1990 murieron las últimas herederas Ocampo y durante casi 20 años quedó al cuidado de la casera Magdalena Toledo. En el olvido quedó el probable interés de la ONU de recuperar el espacio tal como lo hizo con el palacio de los Ocampo en San Isidro, en función del aporte cultural a la humanidad que hiciera Victoria Ocampo.

En 2011, el hijo del conde ruso, mismo nombre que su padre, vendió el gran predio con la casona y los recuerdos a la mineraEl Gran Ombú S.A, que domina las montañas y sus vidas en toda la zona. Desde entonces, el desguace, el saqueo y la destrucción fueron permanentes. La vajilla de la aristocracia, los cuadros de Silvina, los libros de Victoria, los pisos, los sanitarios y hasta el plomo de las cañerías sacados a mazazos. Todo se robaron.

Quedaron las últimas historias. La historia del partero de las comechingonas: desde la comunidad de La Toma venían las mujeres originarias a parir a la Estancia. Y la leyenda del anillo. Del anillo de la condesa rusa, lista y dispuesta a casarse con su conde ruso. Conde ruso al que descubrió con otra y su anillo de prometida, que la condesa desprendió de su dedo anular y desde el balcón de la mansión lanzó a la fuente de aguas cristalinas. Una y mil veces buscaron el anillo de oro y diamantes. Una y mil veces vaciaron el cántaro gigante en busca de la joya. Jamás apareció. Quizás algún viejo peón de la estancia, deslomado por el placer de los ricos, supo resguardarlo. Si así fue, fue reparación histórica. Fue redención para aquellos que trabajaban todo el año para el placer de unos pocos.

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Nota: El presente artículo fue compuesto con datos extraídos del trabajo académico Territorio, génesis del patrimonio comunitario construido, memorias de las luchas colectivas en defensa de lo serrano. Villa Allende, Córdoba, Argentina, de Joaquín Deon, Agustín Rojas, María José García, Beatriz Fernández, Emiliano Tulian, Juan Andrés Jones, Martín Ávila Vázquez y Lucía Deon.

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